Discurso sin fecha, 1895 The Bible Echo, 20 y 27 de abril, 4, 11, 18 y 25 de mayo, y 1º de junio de 1896
Todo lo que el hombre perdió por el pecado ha sido restaurado “mediante la redención que es en Cristo Jesús” [Romanos 3:24]. “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8). Todo esto se realiza para nosotros, “no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5, 6). EPE 129.1
Y no obstante Dios no hace efectivo su plan de salvación para ninguna persona sin su cooperación. Dios ha honrado al hombre al otorgarle poderes de razonamiento y libertad de elección, y aunque el hombre, de ninguna manera puede salvarse a sí mismo, tampoco el plan de Dios es salvarlo en contra de su voluntad. Le dice: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). “El que quiera [o elija], tome gratuitamente del agua de la vida” (Apocalipsis 22:17). EPE 129.2
En el principio “creó Dios al hombre a su imagen” [Génesis 1:27], “a semejanza de Dios lo hizo” [Génesis 5:1]. Pero esta imagen ha sido arruinada y casi totalmente obliterada por el pecado. No obstante, “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16), para que por medio de él, “la imagen del Dios invisible” [Colosenses 1:15] fuéramos “creados… para buenas obras” (Efe. 2:10), y restaurados a la imagen de Dios, “hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Romanos 8:29). Las maravillosas provisiones de la gracia de Dios por las cuales él es “el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26), no teniendo en vista nada menos que esto, que “como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial” (1 Corintios 15:49). EPE 129.3
La agencia que Dios empleó para producir este resultado es llamada “el evangelio”, que se define como “el poder de Dios para salvación de todo aquel que cree” (Romanos 1:16). Es “el evangelio de vuestra salvación”, “el evangelio de la gracia de Dios”, “el evangelio de paz”, el mismo evangelio que fue dado “´de antemano… a Abraham” (Gálatas 3:8), y después a los hijos de Israel, “también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos” (Hebreos 4:2). Este evangelio de Cristo es el poder divino para salvar a los creyentes, “pues en el evangelio, la justicia de Dios se revela” (Romanos 1:17). La justicia de Dios se revela en el evangelio; y por esa razón el evangelio “es poder de Dios para salvación”. Es salvación del pecado y restauración a una vida de justicia, las que son necesarias, y esta experiencia nos es provista por medio de la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo, quien “se hizo semejante a los hombres” [Filipenses 2:7], y que “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). Pero este es el evangelio; porque leemos: “Además os declaro, hermanos, el evangelio… por el cual asimismo… sois salvos… Primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:1-4). EPE 130.1
La eficacia del evangelio también se presenta en estas palabras: “No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo. La palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es a nosotros, es poder de Dios” (1 Corintios 1:17, 18). El evangelio es el poder de Dios para todos los que creen. Un discurso con respecto a la cruz es, para aquellos que son salvados, el poder de Dios, por causa de la cruz de Cristo —Cristo el Salvador crucificado muriendo por el pecado— es el pensamiento central del evangelio. Y otra vez leemos: “Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura. En cambio, para los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios” (1 Corintios 1:23, 24). EPE 130.2
De estos pasajes es evidente que la eficacia del evangelio, su poder para la salvación, se encuentra en el hecho de que es “el evangelio de Dios… que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo” [Romanos 1:1-3] que es “Jehová, justicia nuestra” (Jeremías 23:6). De este modo es evidente que el evangelio llega a ser el poder de Dios para salvación por causa de la justicia que se revela en él, que esa justicia se encuentra sólo en Cristo, y es inseparable de él. Esta es la “esperanza del evangelio… Cristo en vosotros, la esperanza de gloria… [que] anunciamos amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” [Colosenses 1:23, 27, 28]. “Y vosotros estáis completos en él” [Colosenses 2:10]. EPE 131.1
Han surgido conceptos erróneos acerca de nuestra relación con el plan divino de salvación por no comprender la plenitud del carácter de Dios. Aunque es cierto que él es “muy limpio de ojos para ver el mal” [Habacuc 1:13], y que él “actuará conforme al derecho y la justicia en la tierra”. Dios requiere que su propio carácter, como fue revelado en Cristo, sea la norma de carácter para sus hijos. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). “Sino, así como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Ped. 1:15). EPE 131.2
Y se ha hecho abundante provisión en Cristo para que la expectativa de Dios para el hombre pueda ser cumplida plenamente. Porque “nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares [o cosas] celestiales en Cristo” [Efe. 1:3], y “nos escogió en él… para que fuéramos santos y sin mancha delante de él” y “nos hizo aceptos en el Amado” (Efe. 1:3, 4, 6). Pero todo esto con un propósito definido. Es que “habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios” (Romanos 6:22) fuéramos “justos delante de Dios y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lucas 1:6). “Y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Pero no se ha hecho provisión para salvar a las personas en sus pecados. EPE 131.3
A fin de que el hombre pueda cooperar inteligentemente con Dios en este propósito de restaurar su imagen en él, Dios reveló al hombre su propio carácter como la norma de perfección, y la prueba de su justicia. Siendo que Dios quiere renovar su semejanza en nosotros, podemos saber cómo es él por lo que requiere de nosotros. La santidad, la justicia, y la bondad de Dios están presentados en su ley, que es declarada “santa, justa y buena”, y la perfección que él demanda de nosotros se revelará en una vida que está en armonía con “la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). EPE 131.4
Por cuanto “el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe de Jesucristo” (Gálatas 2:16), y por cuanto no estamos “bajo la Ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14), algunos han caído en el error de suponer que los cristianos no tienen nada que ver con la ley de Dios. Por tanto, vale la pena considerar los propósitos para los que sirve la ley, y la relación entre la ley y el evangelio. EPE 132.1
A fin de que sea cierto de nosotros que “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7), debemos “confesar nuestros pecados” (vers. 9), y debemos darnos cuenta de los pecados para poder confesarlos. Esto nos lleva al primer propósito de la ley, porque por la ley es el conocimiento del pecado (Romanos 3:20), y “yo no conocí el pecado sino por la Ley; y tampoco conocería la codicia, si la Ley no dijera: ‘No codiciarás’” (Romanos 7:7). La forma en la que la ley revela la injusticia es definiendo la justicia. El Espíritu Santo usa la ley, que es una transcripción del justo carácter de Dios, para convencer “al mundo de pecado” (Juan 16:8), para mostrar a los hombres que son desventurado[s], miserable[s], pobre[s], ciego[s] y … desnudo[s]” (Apocalipsis 3:17) cuando sus propios caracteres son puestos en contraste con la pureza y la santidad de Dios. Cuando vemos así a Dios exclamamos con Isaías: “¡Ay de mí que soy muerto! Porque siendo [soy] hombre de labios inmundos” (Isaías 6:5), y con Job decimos: “Por eso me aborrezco y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6). Todo esto está muy claro en la Escritura. “Justo eres tú, Jehová, y rectos son tus juicios. Tus testimonios, que has recomendado, son rectos y muy fieles”. “Hablará mi lengua tus dichos, porque todos tus mandamientos son justicia” (Salmos 119:137, 138, 172). EPE 132.2
Pero aunque la ley de esta manera nos hace conocer el pecado al señalar el carácter justo de Dios, y siendo ella justa, es absolutamente incapaz de conferirnos esa justicia. “No desecho la gracia de Dios, pues si por la Ley viniera la justicia, entonces en vano murió Cristo” (Gálatas 2:21). “Porque si la Ley pudiera vivificar, la justicia sería verdaderamente por la Ley. Pero la Escritura lo encerró todo bajo pecado, par que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuera dada a los creyentes” (Gálatas 3:21, 22). Aquí es donde la obra de Cristo nos beneficia, y el mismo propósito de esa obra es que la justicia definida por la ley, y revelada por el evangelio, pueda completarse en nosotros. “Lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:3, 4). “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). EPE 132.3
La justicia de la ley fue cumplida por Cristo, quien no vino “a abolir, sino a cumplir” [Mateo 5:17] la ley, y quien, por una vida de perfecta obediencia a la voluntad del Padre, siendo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30). Así como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos. La Ley, pues, se introdujo para que el pecado abundara; pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia, porque así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reinará por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 5:19-21). EPE 133.1
La obra realizada por Cristo en favor del hombre es más que pagar la penalidad de una ley quebrantada; incluye el llevar al hombre a estar en armonía con esa ley. “Él se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda maldad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). Por esto llegó a ser necesario no solo que la justicia nos fuera imputada, sino impartida a nosotros; no solo que Cristo debiera vivir por nosotros, sino que él viviera en nosotros; no sólo que fuéramos “justificados por la fe” (Romanos 5:1), sino que debiéramos ser “santificados” por la fe” (Hechos 26:18). Así la Palabra “se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria [el carácter], gloria [carácter] como del unigénito del Padre” (Juan 1:14). Los ángeles podían trasmitir mensajes por Dios, y podían hacer obras por Dios, pero solo el Hijo de Dios podía revelar la justicia de Dios por ser Dios. EPE 133.2
En su vida entre los hombres Cristo llegó a ser la justicia que es definida en la ley. “Porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad [gracia y realidad] vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). En la ley, considerada meramente como un código, tenemos sólo la forma de la verdad, pero Cristo es la Verdad. “Tú te llamas judío, te apoyas en la Ley y te glorías en Dios; conoces su voluntad e, instruido por la Ley, apruebas lo mejor; estás convencido de que eres guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los ignorantes, maestro de niños y que tienes en la Ley la forma del conocimiento y de la verdad” (Romanos 2:17-20). La ley da la forma, pero Cristo es la realidad. Cristo tenía la ley en su corazón, y así su vida fue la ley en letras vivientes. Esto fue señalado en la profecía con respecto a su obra siglos antes de que fuera “hecho de mujer”: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu Ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:8). EPE 134.1
En su enseñanza Cristo interpretó el carácter espiritual de la ley, mostrando que odiar era cometer un asesinato, pensar en forma impura era cometer adulterio, codiciar era ser un idólatra, y su vida estuvo tan completamente en armonía con los sagrados preceptos según los interpretó él, que pudo desafiar a quienes estaban constantemente buscando algo contra él con la pregunta: “¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?” (Juan 8:46). EPE 134.2
Y “él no cometió pecado” (1 Ped. 2:22) y forjó esta vida de justicia perfecta no para sí mismo sino para nosotros, para que la imagen de Dios pudiera revelarse otra vez en nuestras vidas. La ley estaba dentro del corazón de Cristo, y él vino para hacer la voluntad de Dios, a fin de que la misma ley pudiera ser escrita en nuestros corazones, para que pudiéramos ser restaurados a la bendición de hacer la voluntad de Dios; para que la forma pudiera llegar a ser la realidad en nosotros. Esto se logra para cada persona por su aceptación de la obra de Cristo por ella mediante la fe en la palabra de Dios, al abrir la puerta de su corazón a Cristo, para que él pueda llegar a ser la vida misma de su vida, de modo que pueda ser “salvo por su vida [de Cristo]” (Romanos 5:10). Esto es justificación por la fe. Esto es ser “hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que se basa en la Ley, sino la que se adquiere por la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios y se basa en la fe” (Filipenses 3:9). EPE 134.3
De esta manera vemos que la ley primero da el conocimiento del pecado. Señala una norma perfecta de justicia, y así define la justicia requerida; pero no puede conferir esa justicia. No hace que la persona sea pecadora; sencillamente revela el hecho de que es pecadora. No puede dar justicia; sencillamente muestra la necesidad de justicia. Pero Dios, que requiere la justicia de la ley en nuestros caracteres, ha hecho provisión para que esta justicia sea traída a nosotros en Cristo, quien es el centro del evangelio. La norma de carácter que es definida por la ley nos es presentada en Cristo en el evangelio. Así leemos: “Pero ahora, aparte de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los Profetas: la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él, porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con miras a manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:21-26). Por la ley se revela el pecado; en el evangelio, se revela la justicia. Por la ley se da a conocer la enfermedad; en el evangelio de Cristo se encuentra la curación. Este es el primer paso en la relación entre la ley y el evangelio. EPE 135.1
Después que hemos venido a Cristo y somos justificados por la fe, sin las obras de la ley (Romanos 3:28), después que hemos llegado a ser “hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26), habiéndolo recibido a él que es justo y la ley viviente, ¿cuál es, entonces, nuestra relación con la ley? Esto tal vez se verá mejor considerando los resultados de la fe genuina en Cristo. EPE 135.2
Creer en Cristo es recibir a Cristo; no asentir a un credo, sino aceptar una vida; no esforzarse por mantener ciertas formas externas, sino llegar a ser “participantes de la naturaleza divina” (2 Ped. 1:4). Los credos y formas no pueden salvar a la gente de sus pecados. Terrible es el catálogo de los pecados de aquellos que “tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:1-5). Una vida nueva debe ser impartida antes que el hombre pueda “vivir para Dios”. “El que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). “Ni la circuncisión vale nada ni la incircuncisión, sino la nueva criatura” (Gálatas 6:15). Esta experiencia depende de la fe que cada uno ejerza por sí mismo, y “es fe, para que sea por gracia” (Romanos 4:16). A todos los que oran sinceramente, “¡Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio! (Salmos 51:10), viene la respuesta: “¿Creéis que puedo hacer esto?... Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mateo 9:28, 29). “Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4); pero la fe para obtener la victoria es “la fe que obra por el amor” (Gálatas 5:6) EPE 135.3
“Luego, ¿por la fe invalidamos la Ley? ¡De ninguna manera! Más bien, confirmamos la Ley” (Romanos 3:31). “Esta es la victoria que ha vencido al mundo”, aun la de nuestro Cristo la ha hecho presente con tu glorioso poder por la fe; pero este es el Cristo en cuyo corazón está la ley de Dios; quien dijo de sí mismo: “Yo he guardado los mandamientos de mi Padre” (Juan 15:10); quien fue y es la ley de Dios en la vida, así que cuando se responde la oración, “que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efe. 3:17), la ley en Cristo queda “escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (2 Corintios 3:3). Y de esta manera establecemos la fe. EPE 136.1
“Donde hay no sólo una creencia en la Palabra de Dios, sino una sumisión de la voluntad a él; donde se le da a él el corazón y los afectos se fijan en él, allí hay fe, fe que obra por el amor y purifica el alma. Mediante esta fe, el corazón se renueva conforme a la imagen de Dios. Y el corazón que en su estado carnal no se sujetaba a la ley de Dios ni tampoco podía, se deleita después en sus santos preceptos” [CC 63]. “Dios es amor” (1 Juan 4:8). Su ley es una expresión de su amor, y Cristo es esa ley de amor expresada en una vida; así que cuando recibimos a Cristo en nuestro corazón, entonces el amor, el fruto del Espíritu, es recibido en nuestros corazones, y “cuando el principio del amor es implantado en el corazón, cuando el hombre es renovado conforme a la imagen de quien lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: ‘Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré” (Hebreos 10:16) [CC 60]; porque “el cumplimiento de la ley es el amor (Romanos 13:10). Y de este modo “establecemos la ley” por la fe. EPE 136.2
Pero después que la ley se establece de este modo por la fe en el corazón al morar en Cristo, y teniéndolo a él, que es la ley viviente, morando en nosotros, entonces el fruto de tal unión con Cristo aparecerá en la vida. “El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto” (Juan 15:5), y así somos “llenos de frutos de justicia” (Filipenses 1:11). Y ahora la ley, que reveló el pecado pero que no pudo otorgar justicia, testifica del carácter de la justicia que hemos recibido por la fe en Cristo. “Pero ahora, aparte de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los Profetas” (Romanos 3:21). La ley revela el pecado al definir la justicia, al mostrarnos el carácter de Dios. El evangelio revela la justicia. “En el evangelio, la justicia de Dios se revela” (Romanos 1:17). Recibimos esta justicia como el don gratuito de Dios al recibir a Jesucristo. La ley no puede darnos lo que necesitamos. Nos impulsa a Cristo, donde recibimos lo que ella demanda pero no puede otorgar. Entonces volvemos a la misma ley y ella da testimonio del hecho de que la justicia que recibimos en Cristo Jesús es la misma justicia que ella demanda pero no puede impartir. EPE 137.1
Este era el plan de Dios para los que creerían en Cristo. “Dios les ofreció, en su Hijo, la justicia perfecta de la ley” (DMJ 50). Si solo abrían sus corazones completamente para recibir a Cristo, entonces la vida de Dios, su amor, moraría en ellos, transformándolos a su propia imagen; y así por medio del don gratuito de Dios ellos poseerían la justicia que la ley requiere. EPE 137.2
Las palabras “abolir”, “quitar”, “destruir”, y “cambiar” han sido tan persistentemente conectadas con la ley por algunos maestros públicos, que existe en la mente de muchas personas la convicción honesta de que Cristo hizo a la ley todo lo que se expresa con esas palabras. Es cierto que él vino para “abolir” algo, y para “quitar” algo, y para “destruir” algo, y para “cambiar” algo; pero es importante que sepamos exactamente qué fue abolido, qué quitó, qué destruyó, y qué trató de cambiar por su obra en favor del hombre. Esto puede aprenderse fácilmente con las Escrituras. EPE 137.3
Se dice de nuestro Salvador, Jesucristo, “el cual quitó [en inglés, “abolió”] la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10). La muerte es el resultado del pecado. “Y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:15). “El pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4). Por lo tanto, Cristo vino para abolir aquello que es el resultado de estar fuera de armonía con la ley, y él lo hizo, no aboliendo la ley, sino llevándonos a estar en armonía con la ley. EPE 137.4
Leemos que Cristo “apareció para quitar nuestros pecados” (1 Juan 3:5). Él es el portador del pecado, “él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia” (2 Ped. 2:24). El pecado es ilegalidad, y Cristo apareció para quitar, no la ley, sino la ilegalidad. EPE 138.1
La profecía señala la actitud de Cristo hacia la ley, diciendo: “Jehová se complació… en magnificar la Ley y engrandecerla” (Isaías 42:21). En su Sermón del Monte, que en sí mismo es la interpretación de los principios contenidos en las palabras pronunciadas desde el monte Sinaí, Cristo dijo: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir [destruir], sino a cumplir” (Mateo 5:17). “Él vino para explicar la relación de la ley con el hombre, e ilustrar sus preceptos por su propia vida de obediencia” (DTG 274). Pero se nos enseñó que “para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8). Las obras del diablo son aquellas que son contrarias a la ley de Dios. “El diablo peca desde el principio”, y en cada caso, “el pecado es infracción de la Ley” [1 Juan 3:8]. EPE 138.2
Además, Cristo vino para destruir al diablo mismo. Satanás había introducido en este mundo la rebelión contra Dios y su ley, y la misión y obra de Cristo fueron poner fin a esa rebelión y al instigador de ella. A fin de realizar eso, él tomó nuestra carne, “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es al diablo” (Hebreos 2:14). EPE 138.3
Es una bendición saber que Cristo hizo un cambio al darse a sí mismo por el hombre. Ciertamente había necesidad de que se hiciera un cambio. Los hombres estaban lejos de la justicia, “ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay” (Efe. 4:18), “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efe. 2:12). “Pero Dios, que es rico en misericordia… nos dio vida juntamente con Cristo… nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efe. 2:4-6). Y así “nosotros todos… somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen” (2 Corintios 3:8). Pero se ha provisto para nosotros aún más que un cambio de carácter pues esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso semejante al suyo” (Filipenses 3:20, 21). “No todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta” (1 Corintios 15:51, 52). ¡Cambio glorioso! ¡Un carácter renovado y cuerpo renovado! Esta es la plenitud de la salvación provista para nosotros en Jesucristo. EPE 138.4
Así llega a ser evidente por la enseñanza de las Escrituras que Cristo vino para abolir, no la ley, sino la muerte; para quitar, no la ley, sino nuestros pecados; para destruir, no la ley, sino al diablo y sus obras; para cambiar, no la ley, sino a nosotros. Él hizo todo esto “por el sacrificio de sí mismo” (Hebreos 9:26). Si la ley hubiera podido cambiarse o abolirse, Cristo no hubiera tenido necesidad de haber muerto. EPE 139.1
De diferentes maneras, Dios enseña que el pecado es transitorio, mientras que la ley es eterna. Mientras Jesús estaba enseñando en una ocasión, “los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio” y le preguntaron qué debía hacerse en ese caso, no porque desearan ser instruidos, sino “probándolo, para tener de qué acusarlo”. Después que los acusadores hicieran su acusación, “Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo” (Juan 8:3, 6). “Aunque haciendo esto sin propósito aparente, Jesús estaba trazando en el suelo, en caracteres legibles, los pecados específicos de los cuales los acusadores de la mujer eran culpables” (SP 2:350). De este modo, Jesús escribió el registro de los pecados en la arena. ¡Cuán fácilmente podía ser borrado ese registro! ¡Un golpe de viento o un poco de agua, y habría desaparecido! Pero Dios escribió su ley con su dedo sobre tablas de piedra: un registro invariable e imperecedero de su propio carácter. Esta misma ley la escribe en el corazón del creyente, para permanecer allí por toda la eternidad; porque “el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17). El pecado, la muerte, resultado del pecado, pueden ser quitados; porque “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7), y “sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54), pero “todos tus mandamientos son justicia” y “tu justicia es justicia eterna” (Salmos 119:172, 142). “Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi Ley”; “Mi salvación será para siempre, mi justicia no perecerá” (Isaías 51:7, 6). “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8). EPE 139.2
La acusación que Satanás hizo contra Dios era que su plan de gobierno era defectuoso, y su ley, imperfecta, y toda la controversia entre Cristo y Satanás había girado sobre este punto: ¿Se reconocerá el gobierno y se respetará su ley en este mundo, o tendrá éxito la rebelión, y se establecerá aquí el reino de Satanás? Por lo tanto, ¿no es claro que todos los que hoy toman la posición de que la ley de Dios ha sido cambiada o abolida se ponen realmente del lado del “dios de este mundo” (2 Corintios 4:4) y en oposición al “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Efe. 1:3)? Pero Dios demostrará para satisfacción del universo, aun ante la obra misma de Satanás, que su ley es perfecta y su gobierno justo. “¿Quién no te temerá, Señor, y glorificará tu nombre? pues solo tú eres santo, por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado” (Apocalipsis 15:4). EPE 140.1
Pero si la ley de Dios ha sido cambiada o abolida, no hay ya ninguna norma por la cual probar el carácter de la justicia que los hombres pretenden haber recibido por fe. Cada uno, entonces, estará en libertad de establecer su propia norma para adecuarse a sus propias inclinaciones. Una enseñanza como ésta está ahora produciendo su fruto en el mundo. La santa ley de Dios no es llevada a las conciencias de los hombres para convencerlos de pecado, como en tiempos pasados; de allí que la necesidad de un Salvador no se siente al mismo grado; y sin una norma con la cual probar su profesa justicia, lo falsificado pasa como genuino, y la religión es desacreditada. Se reconoce universalmente que hay necesidad de tener una norma en todas las transacciones entre los hombres, y así tenemos una norma de pesas, la norma de medidas, etc. Sin estas normas habría una confusión absoluta en el mundo de los negocios. Además, estas normas no deben ser variables. Una norma variable no es de ningún modo una norma. ¿Pero es el hombre más sabio que Dios? “Si los hombres estuviesen en libertad para apartarse de lo que requiere el Señor y pudieran fijarse una norma de deberes, habría una variedad de normas que se ajustarían a las diversas mentes y se quitaría el gobierno de las manos de Dios. La voluntad de los hombres se haría suprema, y la voluntad santa y altísima de Dios, sus fines de amor hacia sus criaturas, no serían honrados ni respetados” (DMJ 48). EPE 140.2
El oficio de la ley es hacer conocer el pecado, y el testimonio de la justicia obtenida por la fe en Cristo puede ilustrarse por la forma en que se usa un espejo. Un hombre puede descubrir, al mirarse en él que su rostro está manchado con tizne. El espejo no puso el tizne en la cara, ni tampoco puede quitarlo. Sencillamente revela su presencia. Debe usarse algún otro medio para quitar la suciedad; pero cuando se haya hecho, el mismo espejo testificará que el rostro está limpio. Pero supónganse que el hombre destruyera o eliminara el espejo porque reveló la presencia de suciedad, y no obstante, no satisfecho completamente con este proceder, procurara limpiarse, ¿qué lo satisfaría ahora del éxito de sus esfuerzos? Puede que se sienta mejor porque hizo algún esfuerzo para estar limpio; pero al mismo tiempo puede haber hecho solo un trabajo incompleto, o puede haber empeorado su situación. Así que estamos contaminados con el pecado. La ley revela ese hecho, pero no puede limpiarnos; pero hay “un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 13:1), en el que podemos lavarnos y quedar limpios. La ley testifica del carácter de la obra realizada para nosotros por el “que nos ama, nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5). Pero si la ley es variable o ha sido abolida, quedamos en la incertidumbre. Entonces la justicia propia puede pasar por justicia porque uno se siente satisfecho al tratar de alcanzar la norma que uno mismo ha establecido. EPE 141.1
El hecho de que la ley no se ha eliminado, es la garantía de nuestra seguridad en el cielo. “Así hablad y así haced, como los que habéis de ser juzgado por la ley de la libertad” (Santiago 2:12). Esa ley es la norma en el juicio. La armonía con la ley de Dios es la condición de entrada al reino. Todos los que solicitan admisión son probados por ella. La ley es una transcripción del carácter de Dios. Todos deben alcanzar esta norma en su perfección, y aquellos que no la alcanzan quedan fuera del reino. No podemos alcanzar la norma excepto que recibamos a Cristo; pero cuando hemos recibido a Cristo, sabemos que tenemos lo que pasará la prueba. Si alguno pudiera ser admitido en el reino que estuviera fuera de armonía con la ley de Dios, el pecado sería transferido al mundo por venir. El mismo hecho de que la ley de Dios no se ha cambiado ni abolido es nuestra seguridad en el reino eterno, la garantía de que “¡la calamidad no se repetirá!” (Nahún 1:9, NVI). EPE 142.1
Observen la diferencia entre la ley de Dios como un código rígido y la misma ley llegándonos en Cristo. Un mandato que fuera de Cristo es un código rígido, en Cristo llega a ser una promesa viva. La ley, fuera de Cristo, sencillamente un código rígido, dice: “No harás” y “Harás”. Pero la misma ley en Cristo llega a ser una promesa viva. “Por medio de estas cosas nos ha dado preciosas y grandísimas promesas” (2 Ped. 1:4). “Cada mandato o precepto que Dios da tiene como base la promesa más positiva” (DMJ 66). Cuando leemos: “Bienaventurados los mansos, porque recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5), esa es claramente una promesa. Cuando leemos en la ley: “No matarás”, lo leemos fuera de Cristo sencillamente como una orden, o podemos saberlo en Cristo como una promesa viva. Es decir, él en su vida promete a cada uno, “No matarás”. Yo no puedo impedirme a mí mismo odiar, que es quebrantar el sexto mandamiento. Intento no hacerlo, y sin embargo lo hago. Me doy vuelta y encuentro que ese mismo mandato en Cristo, escrito por el Espíritu del Dios vivo en las tablas de carne del corazón, se ha vuelto brillante como promesa, y dice: “Yo tengo una promesa que hacerte. Tú me has recibido; no matarás”. EPE 142.2
Fuera de Cristo, como código, la ley dice: “No hurtarás”; pero yo no puedo impedirlo. Entonces me vuelvo, y encuentro que esa ley en Cristo se ha iluminado para ser una promesa, y me dice: “Tú eres el que ha estado robando. Tengo una promesa que hacerte. No hurtarás”. La ley revela el pecado al definir la justicia, y luego nos impulsa a Cristo, quien es el centro del evangelio. Allí se revela la justicia de la ley. [Ver el Apéndice A, Sección A.] EPE 143.1
El sendero de la obediencia parcial es muy espinoso; la obediencia completa es el yugo fácil que se nos prometió. Cuando le decimos al Señor que guardaremos sus mandamientos, de inmediato toma posesión de nosotros, y dice que lo haremos. No abolimos la ley por medio de la fe; al contrario, “Es la fe, y sólo ella, la que lo hace participante de la gracia de Cristo y lo capacita para obedecerlo” (CC 60). Pero esto se logra, no por ordenar al creyente, “No harás”, sino esparciendo en su corazón el amor de Dios que le da la bendita seguridad del “Harás”. No es, tú debes cumplir la ley, pues si no, no podrás vivir; sino, por cuanto ahora vives en el “que Vive”, vas a cumplir la ley. Esto es justificación por fe. Esto es el evangelio. EPE 143.2
Se ha puesto delante de los hombres la misma norma de justicia en todas las épocas. En tiempos antiguos la instrucción era: “Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre” (Eclesiastés 12.13). Y la muerte de Cristo no hizo ningún cambio en esta enseñanza; porque “la circuncisión nada significa, y la incircuncisión nada significa; lo que importa es guardar los mandamientos de Dios” (1 Corintios 7:19), y “este es el amor a Dios: que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3. Además, la provisión ha sido la misma en todas las épocas para alcanzar esta norma de justicia. El Señor dijo en lo antiguo, por medio del profeta: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Eze. 36:26, 27). La misma base de esperanza de éxito en la vida cristiana se pone delante de nosotros en la oración inspirada del gran apóstol: “Que el Dios de paz… os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo” (Hebreos 13:20, 21). EPE 143.3
Estamos ahora preparados para resumir los resultados de nuestro estudio de la relación entre la ley y el evangelio. Hemos encontrado que la ley revela el pecado al definir la norma de justicia, y que en el evangelio se revela la justicia que la ley requiere. Hemos encontrado que el evangelio es el evangelio de Cristo, y que la justicia que se revela en él es la justicia elaborada para nosotros por Cristo mediante una vida de obediencia perfecta a la ley de Dios. De este modo el evangelio es la provisión divina no meramente para cumplir los requerimientos de la ley por nosotros en Cristo, sino también para cumplir los requerimientos de la misma ley en nosotros por medio de Cristo, y esto se logra al recibir a Cristo, la personificación misma de la ley, en nuestros corazones por fe, de modo que “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). EPE 144.1
El fruto de tal unión con Cristo se ve en una vida que está en armonía con la misma ley que fue la inspiración de la vida de Cristo, y la ley que al principio revelaba el pecado ahora da testimonio del carácter genuino de esa justicia “que es por la fe en Jesucristo”. Y de este modo lo que la ley no podía hacer porque era débil en nuestra carne ha sido hecho por nosotros al poner esa misma ley en la carne en Cristo, y por medio de él en nuestra carne, “para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4). EPE 144.2
Esto nos conduce a la conclusión de que EL EVANGELIO ES SENCILLAMENTE LA LEY EN CRISTO, y por lo tanto un intento de abolir la ley es un intento de abolir a Cristo y el evangelio, y un intento de cambiar la ley es un intento de cambiar el carácter de Cristo y de distorsionar el propósito del evangelio. Un corazón lleno con el amor a Cristo y el espíritu de verdad no buscará tales resultados, sino dirá con gratitud: “Mucha paz tienen los que aman tu Ley, y no hay para ellos tropiezo” (Salmos 119:165). EPE 144.3