En ambos servicios, el típico y el real, la purificación debe efectuarse con sangre; en aquél con sangre de animales; en éste, con la sangre de Cristo. Pablo dice que la razón por la cual esta purificación debe hacerse con sangre es porque sin derramamiento de sangre no hay remisión. La obra que se debe realizar es la remisión, o sea, el acto de quitar los pecados. Pero ¿cómo podía haber pecado relacionado con el Santuario del cielo o con el de la Tierra? Puede aprenderse esto al estudiar el servicio simbólico, pues los sacerdotes que oficiaban en la Tierra servían en una “copia y sombra del que está en el cielo”. Hebreos 8:5, NVI. CES 93.2
El servicio del Santuario terrenal consistía en dos partes; los sacerdotes ministraban diariamente en el Lugar Santo, y una vez al año el sumo sacerdote efectuaba un servicio especial de expiación en el Lugar Santísimo para purificar el Santuario. Día tras día el pecador arrepentido llevaba su ofrenda a la puerta del tabernáculo y, poniendo la mano sobre la cabeza de la víctima, confesaba sus pecados, transfiriéndolos así figurativamente de sí mismo a la víctima inocente. Luego se mataba el animal. “Sin derramamiento de sangre”, dice el apóstol, no hay remisión de pecados. “La vida de la carne está en la sangre”. Levítico 17:11, BJ. La ley de Dios quebrantada exigía la vida del transgresor. La sangre, que representaba la vida perdida del pecador, cuya culpa cargaba la víctima, la llevaba el sacerdote al Lugar Santo y la salpicaba ante el velo, detrás del cual estaba el arca que contenía la ley que el pecador había transgredido. Mediante esta ceremonia el pecado era transferido figurativamente, a través de la sangre, al Santuario. En ciertos casos, la sangre no era llevada al Lugar Santo; pero entonces el sacerdote debía comer la carne, como Moisés lo había indicado a los hijos de Aarón al decir: “La dio él a vosotros para llevar la iniquidad de la congregación”. Levítico 10:17. Ambas ceremonias simbolizaban por igual la transferencia del pecado del penitente al Santuario. CES 93.3
Tal era la obra que se llevaba a cabo día tras día durante todo el año. Los pecados de Israel eran transferidos así al Santuario, y se hacía necesario un servicio especial para eliminarlos. Dios mandó que se hiciera una expiación por cada uno de los departamentos sagrados. “Así purificará el santuario, a causa de las impurezas de los hijos de Israel, de sus rebeliones y de todos sus pecados; de la misma manera hará también al tabernáculo de reunión, el cual reside entre ellos en medio de sus impurezas”. También debía hacerse una expiación por el altar: “Lo limpiará, y lo santificará de las inmundicias de los hijos de Israel”. Levítico 16:16, 19. CES 94.1
Una vez al año, en el gran Día de la Expiación, el sacerdote entraba en el Lugar Santísimo para purificar el Santuario. El servicio que se realizaba allí completaba la serie anual de los servicios. En el Día de la Expiación se llevaban dos machos cabríos a la entrada del tabernáculo y se echaban suertes sobre ellos, “una suerte por Jehová y otra suerte por Azazel” (16:8). El macho cabrío sobre el cual caía la suerte para Jehová debía ser inmolado como ofrenda por el pecado del pueblo. Y el sacerdote debía llevar velo adentro la sangre de aquél y rociarla sobre el propiciatorio y delante de él. También había que rociar con ella el altar del incienso que se encontraba delante del velo. CES 94.2
“Y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para eso. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada” (16:21, 22). El macho cabrío emisario no volvía más al campamento de Israel, y el hombre que lo había llevado afuera debía lavarse y lavar sus vestimentas con agua antes de volver al campamento. CES 95.1
Toda la ceremonia estaba destinada a grabar en los israelitas la santidad de Dios y su odio al pecado; y, además, hacerles ver que no podían ponerse en contacto con el pecado sin contaminarse. Se requería que todos afligiesen sus almas mientras se celebraba esa obra de expiación. Se debía dejar de lado toda ocupación, y toda la congregación de Israel debía pasar el día en solemne humillación ante Dios, con oración, ayuno y profundo escudriñamiento del corazón. CES 95.2
El servicio típico enseña verdades importantes acerca de la expiación. En lugar del pecador se aceptaba un sustituto; pero la sangre de la víctima no borraba el pecado. Sólo era un medio previsto para transferirlo al Santuario. Por medio de la ofrenda de sangre el pecador reconocía la autoridad de la ley, confesaba su culpa en la transgresión y expresaba su deseo de ser perdonado mediante la fe en un Redentor por venir; pero aún no estaba totalmente libre de la condenación de la ley. En el Día de la Expiación el sumo sacerdote, luego de haber hecho un sacrificio por la congregación, iba al Lugar Santísimo con la sangre de dicha ofrenda y rociaba con ella el propiciatorio, directamente sobre la ley, para hacer satisfacción por sus exigencias. Después, en calidad de mediador, tomaba los pecados sobre sí y los llevaba fuera del Santuario. Luego ponía sus manos sobre la cabeza del segundo macho cabrío, confesaba sobre él todos esos pecados y así los transfería figurativamente de él al macho cabrío emisario. Luego el macho cabrío emisario los llevaba lejos, y se los consideraba como quitados para siempre del pueblo. CES 95.3