Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Efesios 5:1. RJ 32.1
Los centinelas de Dios no deben estudiar cómo agradar a la gente, ni escuchar las palabras de ella ni hablarlas; pues deben escuchar lo que dice el Señor, cuál es su palabra para la gente. Si confían en los discursos preparados hace años, dejarán de satisfacer las necesidades de la ocasión. Sus corazones debieran abrirse para que el Señor impresione sus mentes, y entonces podrán dar a la gente la preciosa verdad recién venida del Cielo... RJ 32.2
Hay demasiado poco del espíritu y del poder de Dios en la obra de los centinelas. El Espíritu que caracterizó la maravillosa reunión del día de Pentecostés está esperando manifestar su poder sobre los hombres que están entre los vivos y los muertos como embajadores de Dios. El poder que conmovió tan poderosamente a la gente en el movimiento de 1844 se revelará nuevamente. El mensaje del tercer ángel se predicará, no en voz baja, sino como un fuerte pregón. RJ 32.3
Muchos que profesan tener gran luz andan a la luz de las chispas que ellos mismos encienden. Necesitan que sus labios sean tocados con la brasa encendida del altar, para que puedan derramar la verdad como hombres inspirados... RJ 32.4
Si Cristo hubiera venido con la majestad de un rey, con la pompa de los grandes de la tierra, muchos le hubiesen aceptado. Pero Jesús de Nazaret no deslumbró los sentidos con un despliegue de gloria externa para hacer de esto el fundamento de la reverencia de la gente. Vino como un hombre humilde para ser Maestro y Ejemplo así como el Redentor de la raza. Si hubiera fomentado la pompa, si hubiera venido con un séquito de grandes hombres de la tierra, ¿cómo podría haber enseñado la humildad? ¿Cómo podría haber presentado ardientes verdades tales como las del Sermón del Monte? Su ejemplo fue el que desea que todos sus seguidores imiten. ¿Dónde habría quedado la esperanza de los humildes si hubiera venido con exaltación para vivir como un rey sobre la tierra? RJ 32.5
Jesús conocía las necesidades del mundo mejor que sus propios ciudadanos. No vino como un ángel, vestido con la panoplia del cielo, sino como un hombre. Y sin embargo, junto con su humildad había un poder y grandeza inherentes que asombraba a los hombres al mismo tiempo que los hacía amarlo. Aunque poseía tal amabilidad, tal apariencia sin pretensiones, se movía entre ellos con la dignidad y poder de un rey nacido en el cielo. La gente estaba maravillada, confundida. Trataron de comprenderlo razonando; pero como no estaban dispuestos a renunciar a sus propias ideas, cedieron a las dudas y se aferraron a la antigua expectativa de un Salvador que vendría con grandeza terrenal.—Testimonies for the Church 5:252, 253. RJ 32.6