Puesto que no nos pertenecemos, pues hemos sido comprados por precio, es deber de quien profesa ser cristiano poner sus pensamientos bajo el dominio de la razón y obligarse a sí mismo a ser alegre y feliz. Por amarga que sea la causa de su pena, debe cultivar una actitud de tranquilidad y quietud en Dios. ¡Qué preciosa y sanadora es la influencia de la tranquilidad que hay en Cristo Jesús, de su paz, y cuán sedante es para el alma oprimida! Por oscuras que sean las perspectivas, albergue una actitud de esperanza para bien. Nada se gana con el desaliento, y en cambio se pierde mucho. Si bien es cierto que la alegría, la tranquila resignación y la paz harán mucho en favor de la felicidad y la salud de los demás, nos dará a nosotros el mayor beneficio. La tristeza y el hablar de cosas negativas promueven imágenes mentales desagradables y producen sobre nosotros mismos un efecto negativo. Dios quiere que nos olvidemos de todo esto, ¡que no miremos hacia abajo sino hacia arriba!—Carta 1, 1883. 2MCP 303.3