Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado. Mateo 12:36, 37. RP 78.1
Dios desea que individualmente adoptemos una posición que le permita hacernos depositarios de su amor. Por considerar que el ser humano es de muchísimo valor, lo redimió mediante el sacrificio de su Hijo unigénito. Por lo tanto, en nuestro prójimo debemos ver a alguien rescatado por la sangre de Cristo. Si nos amamos entre nosotros, continuaremos creciendo en amor por Dios y por la verdad. Duele mucho el corazón al ver cuán poco se cultiva el amor en nuestro medio. El amor es una planta de origen celestial, y si deseamos que florezca en nuestros corazones, debemos cultivarlo diariamente. La apacibilidad, la delicadeza, el no dejarse irritar con facilidad, el soportar todas las cosas y el ser paciente constituyen preciosos frutos del árbol del amor. RP 78.2
Al estar con otros, cuide sus palabras. Que la conversación sea de tal naturaleza que no necesite arrepentirse. “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”. Efesios 4:30. “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas”. Mateo 12:35. Si usted tiene el amor de Dios en su corazón y ama la verdad, con la fe más santa deseará contribuir al desarrollo de su hermano. Si oye algún comentario que perjudica a un amigo o hermano, no lo fomente; es obra del enemigo. Al que lo exprese, bondadosamente recuérdele que la Palabra de Dios prohíbe esa clase de conversación. RP 78.3
Debemos vaciar el corazón de todo lo que profane el templo del creyente para que Cristo pueda habitar en él. Nuestro Redentor nos ha dicho cómo podemos darlo a conocer al mundo. Si apreciamos al Espíritu, manifestaremos amor por los otros, velaremos por sus intereses, y si, gracias a esos frutos, somos bondadosos, pacientes y perdonadores, el mundo tendrá las evidencias de que somos hijos de Dios. Es la unidad en la iglesia la que nos capacita para ejercer una concienzuda influencia entre los no creyentes y los mundanos.—The Review and Herald, 5 de junio de 1888. RP 78.4