Jesús era la majestad del cielo, el amado comandante de los ángeles, quienes se complacían en hacer la voluntad de él. Era uno con Dios “en el seno del Padre” (Juan 1:18), y sin embargo no pensó que era algo deseable ser igual a Dios mientras el hombre estuviera perdido en el pecado y la desgracia. Descendió de su trono, dejó la corona y el cetro reales, y revistió su divinidad con humanidad. Se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz para que el hombre pudiera ser exaltado a un sitial con Cristo en su trono. En él tenemos una ofrenda completa, un sacrificio infinito, un poderoso Salvador, que puede salvar hasta lo último a todos los que vienen a Dios por medio de él. Con amor, viene a revelar al Padre, a reconciliar al hombre con Dios, a hacerlo una nueva criatura, renovada de acuerdo con la imagen de Aquel que lo creó. 1MS 377.3
Jesús es nuestro sacrificio expiatorio. No podemos hacer expiación por nosotros mismos, pero por fe podemos aceptar la expiación que ha sido hecha. “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios”. 1 Pedro 3:18. “Fuisteis rescatados... no con cosas corruptibles... sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”. 1 Pedro 1:18, 19. Nuestro Redentor colocó la redención a nuestro alcance mediante su sacrificio infinito y su inexpresable sufrimiento. Sin honra y desconocido estuvo en este mundo a fin de que, mediante su condescendencia y humillación maravillosas, pudiera exaltar al hombre para que éste recibiera honores eternos y gozos inmortales en los atrios del cielo. Durante los treinta años de vida de Cristo en la tierra, su corazón fue atormentado con angustia indecible. La senda, desde el establo hasta el Calvario, fue ensombrecida por sufrimiento y pesar. Fue varón de dolores, experimentado en quebrantos, que soportó tales pesares que ningún lenguaje humano puede describir. Podría haber dicho en verdad: “Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor”. Lamentaciones 1:12. Aunque aborrecía el pecado con perfecto odio, acumuló sobre su alma los pecados de todo el mundo. Inmaculado, llevó los pecados de los culpables. Inocente, se ofreció sin embargo como sustituto por los transgresores. El peso de la culpabilidad de todos los pecados cargó sobre el alma divina del Redentor del mundo. Los malos pensamientos, las malas palabras, los malos actos de cada hijo e hija de Adán demandaron una paga que recayó sobre Cristo, pues se había convertido en el sustituto del hombre. Aunque no era suya la culpa del pecado, su espíritu fue desgarrado y magullado por las transgresiones de los hombres, y Aquel que no conoció pecado llegó a ser pecado por nosotros para que pudiéramos ser justicia de Dios en él. 1MS 378.1
Nuestro divino Sustituto desnudó voluntariamente su alma ante la espada de la justicia para que no perezcamos sino que tengamos vida eterna. Dijo Cristo: “Pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”. Juan 10:17, 18. No había hombre en la tierra ni ángel en el cielo que pudiera haber pagado el castigo de los pecados. Jesús era el único que podía salvar al hombre rebelde. En él se combinaban la divinidad y la humanidad, y eso fue lo que dio eficiencia a la ofrenda en la cruz del Calvario. La misericordia y la verdad se encontraron en la cruz, la justicia y la paz se besaron. 1MS 379.1
Cuando el pecador contempla al Salvador que muere en el Calvario y comprende que el doliente es divino, se pregunta por qué fue hecho ese gran sacrificio, y la cruz señala la santa ley de Dios que ha sido transgredida. La muerte de Cristo es un argumento incontestable en cuanto a la inmutabilidad y a la justicia de la ley. Profetizando de Cristo, dice Isaías: “Jehová se complació... en magnificar la ley y engrandecerla”. Isaías 42:21. La ley no tiene poder para perdonar al transgresor. Su oficio es señalarle sus defectos para que pueda comprender su necesidad de Aquel que es poderoso para salvar, su necesidad de Aquel que se convertirá en su sustituto, su garantía, su justicia. Jesús llena las necesidades del pecador, pues ha tomado sobre sí los pecados del transgresor. “El herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Isaías 53:5. El Señor podría haber extirpado al pecador y haberlo destruido completamente, pero eligió el plan más costoso. En su gran amor, proporciona esperanza al desesperanzado, dando a su Hijo unigénito para llevar los pecados del mundo. Y puesto que ha prodigado a todo el cielo en aquella rica dádiva, no privará al hombre de ninguna ayuda necesaria para que pueda tomar la copa de la salvación y se convierta en heredero de Dios y coheredero con Cristo. 1MS 379.2