Quizá durante algún tiempo la buena semilla permanezca inadvertida en un corazón frío y egoísta, sin dar evidencia de que se ha arraigado en él; pero después, cuando el Espíritu de Dios da su aliento al alma, brota la semilla oculta, y al fin da fruto para la gloria de Dios. En la obra de nuestra vida no sabemos qué prosperará, si esto o aquello. No es una cuestión que nos toque decidir. Hemos de hacer nuestro trabajo y dejar a Dios los resultados. “Por la mañana siembra tu simiente, y a la tarde no dejes reposar tu mano.” El gran pacto de Dios declara que “todos los tiempos de la tierra, la sementera y la siega ... no cesarán”. Confiando en esta promesa, ara y siembra el agricultor. No menos confiadamente hemos de trabajar nosotros en la siembra espiritual, confiando en su promesa: “Así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, antes hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié.” “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa simiente; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas.”—Lecciones Prácticas del Gran Maestro, 57, 58. SC 327.1