Los ministros de Cristo son los guardianes espirituales de la gente confiada a su cuidado. Su obra ha sido comparada a la de los centinelas. En los tiempos antiguos, se colocaban a menudo centinelas en las murallas de las ciudades, donde, desde puntos ventajosamente situados, podía su mirada dominar importantes puntos que habían de ser guardados, a fin de advertir la proximidad del enemigo. De la fidelidad de estos centinelas dependía la seguridad de todos los habitantes. A intervalos fijos debían llamarse unos a otros, para asegurarse de que no dormían y de que ningún mal les había acontecido. El clamor de ánimo o advertencia se transmitía de uno a otro, repetido por cada uno hasta que repercutía en todo el contorno de la ciudad. OE 14.2
A cada ministro suyo declara el Señor: “Tú pues, hijo del hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los apercibirás de mi parte. Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que de él se aparte, ... tú libraste tu vida.”1Ezequiel 33:7-9. OE 15.1
Estas palabras del profeta declaran la solemne responsabilidad que recae sobre aquellos que fueron nombrados guardianes de la iglesia, dispensadores de los misterios de Dios. Han de ser como atalayas en las murallas de Sión, para hacer resonar la nota de alarma si se acerca el enemigo. Si por alguna razón sus sentidos espirituales se embotan hasta el punto de que no pueden discernir el peligro, y el pueblo perece porque ellos no dan la advertencia, Dios requerirá de sus manos la sangre de los que se pierdan. OE 15.2
Es privilegio de estos centinelas de las murallas de Sión vivir tan cerca de Dios, y ser tan susceptibles a las impresiones de su Espíritu, que él pueda obrar por su medio para apercibir a los pecadores del peligro y señalarles el lugar de refugio. Elegidos por Dios, sellados por la sangre de la consagración, han de salvar a hombres y mujeres de la destrucción inminente. Con fidelidad han de advertir a sus semejantes del seguro resultado de la transgresión, y salvaguardar fielmente los intereses de la iglesia. En ningún momento deben descuidar su vigilancia. La suya es una obra que requiere el ejercicio de todas las facultades del ser. Sus voces han de elevarse en tonos de trompeta, sin dejar oír nunca una nota vacilante e incierta. Han de trabajar, no por salario, sino porque no pueden actuar de otra manera, porque se dan cuenta de que pesa un ay sobre ellos si no predican el Evangelio. OE 15.3