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Manuscritos Inéditos Tomo 3 (Contiene los manuscritos 162-209)

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    Dos normas

    Texto: «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido. De estas cosas hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Cor. 2: 12-14).3MI 95.4

    Hay una norma mundana y una norma bíblica. Podemos usar nuestra voluntad para satisfacer cualquiera de las dos. Para los ángeles del cielo es causa de asombro que seamos tan indiferentes por nuestro interés espiritual. Hubo gozo en el cielo cuando se ideó un plan para la redención del ser humano, y cuando Cristo vino desde el cielo asombró a la hueste celestial que fuera rechazado por los hombres.3MI 96.1

    Bien podía Juan exclamar: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él» (1 Juan 3: 1). Es asombroso que tras haberse realizado ese gran sacrificio, el hombre, a cambio, tratara al amante Salvador como lo hizo. Nuestro Padre celestial manifestó su amor en el don de su Hijo por la raza humana; no obstante, esta no lo conoció. En su bautismo, a orillas del Jordán, elevó la mayor oración que jamás cayó en oído mortal, los cielos se abrieron y la voz de Dios estremeció todo al declarar: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 3: 17). ¡Cuántos hay que leen esta declaración sin admirarse! Parece que no les deja la impresión de que les concierne. Pero lo tiene que ver todo con nosotros, porque al trono del cielo estaba aferrado precisamente el brazo del Salvador. El pecado había divorciado a este mundo del mundo eterno, y esto hizo que el Hijo del hombre diera su vida por la raza humana y nos volviera a conectar con el cielo.3MI 96.2

    Cristo sabía que el ser humano no podía superar esto sin su ayuda. Por lo tanto, consintió en desprenderse de sus regias vestiduras y en recubrir su divinidad de humanidad para que pudiéramos ser enriquecidos. Vino a esta tierra, sufrió y sabe precisamente empatizar con nosotros y ayudamos a vencer. Vino a damos fortaleza moral, y no quisiera que creamos que no tenemos nada que hacer, porque cada cual tiene un trabajo que hacer por sí mismo, y a través de los méritos de Jesús podemos vencer el pecado y al diablo.3MI 96.3

    La cuestión que debemos decidir ahora es: ¿Tendremos conexión con Cristo y con el Padre? ¿Aceptaremos la ayuda que necesitamos? ¿Entraremos en la senda manchada de sangre que nuestro Salvador pisó? El cielo ha sido abierto ante nosotros. Cristo fue aceptado por el Padre, y si obedecemos también nosotros podemos ser aceptados. El plan de salvación fue trazado para la raza humana y no es preciso que esta se desanime. La ayuda ha sido puesta en Uno que es poderoso para salvar. Las puertas del cielo están entreabiertas para los hijos de los hombres, para los más débiles, los que más necesitan un Salvador. Cuando nuestro Salvador comía con los publicanos, los fariseos se quejaban y querían capitalizar tal circunstancia. La respuesta de Cristo era: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Mat. 9: 13).3MI 96.4

    Cada iglesia debería ser una iglesia que trabaja. Deberíamos hacernos útiles y realizar pequeñas tareas en derredor nuestro que nos preparen para las responsabilidades mayores. Cuando Cristo ascendió a lo alto dejó a sus discípulos para que llevaran adelante la obra. Por desagradable que puedan resultar, deberíamos aceptar los humildes deberes de la vida. Cristo dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mar. 8: 34). ¿Qué es la cruz de Cristo? No es un adorno del cuello, sino algo que se cruza en nuestra senda. Satanás vigila constantemente nuestra alma. Busca apartarnos de la cruz de Cristo.3MI 97.1

    Dios nos ayudará en el tiempo de necesidad, pero no nos obligará a amarlo y obedecerlo. Debemos darle nuestro amor indiviso. Quiere que confiemos en él y que hagamos de él nuestro confidente. Entiende nuestras necesidades y tiene amplios recursos para ayudamos en todo tiempo de angustia. No somos abandonados para que libremos nuestras propias batallas, sino que tenemos la ayuda de Cristo, y en su nombre podemos salir victoriosos.3MI 97.2

    Puede que alguien pregunte: ¿Cuál es nuestro trabajo? Es asumir deberes en el hogar. Cultivar el terreno que está delante de nosotros. Ahí están nuestros amigos necesitados de ayuda. ¿Seremos obreros con Dios? Cada cual debería estar en su puesto para salvar a su prójimo, y quien acepte el plan de salvación comenzará a trabajar por su prójimo.3MI 97.3

    Puede que la perspectiva de salvar almas no resulte muy halagüeña; tampoco lo era cuando nuestro Salvador vino a esta tierra; pero si se alcanza un alma esa alma alcanzará otras y así se lleva adelante la obra. Es asunto nuestro trabajar por el Maestro, y si somos fieles en la siembra de la semilla, Dios cuidará de la semilla sembrada.3MI 97.4

    Pensaba que si Dios me daba mis propios hijos, mi vida no habría sido en vano, pero ha requerido labor y lágrimas. Pesa una gran responsabilidad en el cabeza de familia. Cuando he visto a mis hijos atravesar tentaciones he pasado con ellos toda la noche en oración. Soy madre de hijos varones, y mi corazón se siente atraído hacia todo el que tenga la responsabilidad de una familia. Los que se ocu-pan de la formación de sus hijos están ocupados en un gran trabajo. Hacer bien el trabajo requerirá paciencia y perseverancia.3MI 97.5

    Todos necesitan mucho la bendición de Dios, y aquí está el lugar para ser probados. Estamos en el taller de Dios. El cincel de la verdad saca del mundo a hombres y mujeres, y estos deben ser pulidos y engastados para el Maestro. Debemos permitir que la verdad tome posesión de nuestro corazón y entonces la obra podrá completarse para nosotros.3MI 98.1

    Trabajé por un joven que no era creyente. Èl quería que yo pusiera mi mano sobre su cabeza para que viera cuán poca era su reverencia, y dijo que le resultaba imposible honrar a Dios. Le dije que debía honrarlo. Trabajé por él y oré con él, y en ocasiones parecía un caso perdido, pero el Espíritu del Señor siguió a este joven hasta que un día, mientras iba a bordo de un vapor que bajaba por el Misisipi, rindió su terca voluntad y dio su corazón a Dios. Lo de la cabeza es indiferente; si tan solo tenemos disposición, el Señor nos ayudará a vencer, como ayudó a este joven. Este joven preside ahora la Asociación General. Ahora que el Señor ha obrado por él, sabe cómo obrar en pro de los no creyentes.3MI 98.2

    En ocasiones, Dios permite que nos sobrevenga la aflicción para que podamos saber empatizar con otros que atraviesan penas. El Señor me ha dado mi obra, y hasta cuando los médicos perdían la esperanza de que conservara la vida, he creído que mi deber es seguir trabajando, aunque muriera en el desempeño de mis funciones. Nuestro Padre celestial nos da experiencias para que podamos saber ayudar a otros. Cuando la rama más joven de mi familia se quebró y ya no pude tener a mi bebé junto a mí, supe empatizar mejor con la madre enlutada. Cuando enterré al miembro más viejo de mi familia, Jesús lo reemplazó, y ahora puedo decir a las madres que acudan a Jesús. Cuando sobrevino el golpe inesperado al que había estado a mi lado treinta y seis años pude apoyarme en mi Salvador. No quedé sola, porque Cristo es un padre para la viuda. Cada uno puede beneficiar a otros por su propia experiencia.3MI 98.3

    No quise pasar tiempo ante la tumba para evitar que una sombra de tristeza plagara mi senda, porque sé que Jesús entró al sepulcro y que salió de allí, y esto debería ser un consuelo para todos los que han perdido amigos que murieron en la fe. Yo quedo aquí para tomar el trabajo de mi esposo, para llevarlo adelante, y no tengo ningún motivo de queja, porque la puerta del cielo está entreabierta y la luz alumbra mi senda.3MI 98.4

    Yo diría a todos: Acudan a Jesús tal como están. Él pide el corazón de ustedes. Pagó el precio por nosotros. Ahora quiere nuestros afectos, nuestra inteligencia; de hecho, todos nuestros poderes le pertenecen. Y, después de que lo hayamos hecho todo, es un pequeño don por nuestra parte.3MI 99.1

    Podemos trabajar con inteligencia y ser obreros para Dios, y él nos dará fuerza para que hagamos esta obra. Si sembramos, también segaremos, y se recogerá una abundante cosecha. Para trabajar las obras de Dios debemos tener la ayuda de Cristo. No deberíamos contentarnos con resolver nuestra propia salvación, sino que debemos trabajar por la salvación de los demás. Hay cientos de personas que nos rodean que necesitan nuestros esfuerzos personal. Será nuestro gozo ver almas salvadas por nuestro medio. El trabajo hecho aquí para Dios se verá durante todos los siglos, por lo que todos deberíamos trabajar mientras haya oportunidad. Hay una obra para ser hecha por todos, y si dejamos que la influencia purificadora del Espíritu de Dios nos santifique a través de la Palabra, podemos ser dotados para alcanzar a otros, y la gloria que aguarda a los fieles está más allá de nuestra comprensión. «Cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor. 2: 9).3MI 99.2

    Entonces, aferrémonos a la obra de la vida para poder llevar a otros a ver la importancia de la verdad. Hay un cielo para que lo ganemos, y una vida que se medirá con la vida de Dios. ¿No pueden ustedes dar a Dios el poco tiempo que tienen, y también los mejores afectos de ustedes? Den a Jesús su alma contaminada y consigan que sea lavada de todas sus manchas. Peleen la buena batalla de la fe, y echen mano de la vida eterna.3MI 99.3

    Yo rogaría a los aquí presentes a pensar en esas cosas. Vayan a trabajar por el Maestro. Lleven al Señor consigo, y entonces oirán de los labios del Maestro: «Bien, buen siervo y fiel» (Mat. 25: 21). ¡Cielo, dulce cielo de descanso! Entonces precisamente echaremos nuestras relucientes coronas a los pies de Jesús, y tocaremos nuestras arpas y entonaremos el cántico: «Digno, digno es el Cordero que murió por nosotros”. Veo en él encantos incomparables. Quiero que todos tengamos una parte y una porción en el eterno peso de gloria, y que entonemos cánticos de regocijo por los siglos sin fin de la eternidad.— Manuscrito 46, 1886, pp. 1-6 («Two Standards” [«Dos normas»], sermón en Nimes, Francia, 30 de octubre de 1886).3MI 99.4

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