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A Fin de Conocerle

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    El espejo moral de Dios, 16 de octubre

    Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace. Santiago 1:25.AFC64 297.1

    En Düsseldorf cambiamos de tren [se refiere a un viaje realizado mientras trabajaba en Europa], y fue forzoso esperar dos horas en la estación. Aquí tuvimos oportunidad de estudiar la naturaleza humana. Entraron las damas, se quitaron las ropas exteriores, y luego se miraron desde todos los ángulos para ver que sus vestidos estuvieran impecables. Luego volvieron a empolvarse la cara. Permanecieron largo tiempo frente al espejo para ordenar su apariencia exterior satisfactoriamente, con el propósito de estar lo mejor posible cuando fueran contempladas por los ojos humanos. Pensé en la ley de Dios, el gran espejo moral en el que el pecador debe mirarse para descubrir los defectos de su carácter. Si todos estudiaran la ley de Dios, la norma moral del carácter, con tanta diligencia y espíritu crítico como muchos estudian su apariencia exterior frente al espejo, con el propósito de corregir y reformar cada defecto de carácter, qué transformaciones ocurrirían en ellos: “Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era”. Santiago 1:23, 24.AFC64 297.2

    Hay muchos que ven su carácter defectuoso cuando se contemplan en el espejo moral de Dios, su ley; pero han oído hablar tanto de que “Todo lo que tienes que hacer es creer. ...”, que después de mirarse al espejo se alejan con todos sus defectos, diciendo: “Jesús lo ha hecho todo”. Estas personas están representadas por la figura que emplea Santiago, del hombre que se mira al espejo y luego se va olvidándose de cómo es. ... La fe y las obras son los dos remos que deben emplearse para impulsar el barco contra la corriente de la mundanalidad, el orgullo y la vanidad.—The Review and Herald, 11 de octubre de 1887.AFC64 297.3

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