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El Ministerio Pastoral

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    La oratoria—La voz y la dicción

    El esfuerzo anormal de la voz en un tono forzado cansa al predicador y a la gente—Muchos han errado al hacer largas oraciones y largas predicaciones, en tono alto y forzando la voz, en una tensión antinatural y un tono antinatural. El ministro se cansa sin necesidad y realmente extenúa a la gente por medio de un duro y trabajoso esfuerzo, que es del todo innecesario. Los ministros debieran hablar de un modo que alcance e impresione a la gente. Las enseñanzas de Cristo eran impresionantes y solemnes; su voz era melodiosa. Y, ¿no debiéramos nosotros, así como Cristo, esforzarnos para que nuestra voz sea melodiosa?—Testimonios para la Iglesia 2:546.MPa 229.1

    Preserve su utilidad siguiendo las reglas del uso correcto de la voz—Algunos de nuestros más talentosos predicadores se están haciendo mucho daño por su defectuosa manera de hablar. Mientras enseñan a la gente su deber en cuanto a obedecer la ley moral de Dios, no deben ser hallados violando las leyes de Dios acerca de la salud y la vida. Los predicadores deben mantenerse erguidos, y hablar lenta, firme y claramente, tomando una inspiración completa a cada frase, y emitiendo las palabras por el ejercicio de los músculos abdominales. Si observan esta regla sencilla, y dedican atención a las leyes de la salud en otros aspectos, podrán conservar su vida y utilidad por mucho más tiempo que los que se dedican a cualquier otra profesión. Se les ensanchará el pecho. ... y rara vez enronquecerá el orador, ni siquiera al tener que hablar constantemente.—Obreros Evangélicos, 93.MPa 229.2

    Entrene su voz de tal forma que pueda ser usada en toda su capacidad—Que los que laboran en palabra y doctrina se esfuercen por perfeccionar el uso del lenguaje. La voz tiene un gran poder, y sin embargo muchos no han entrenado sus voces de tal forma que puedan ser usadas en toda su capacidad. Jesús es nuestro ejemplo. Su voz era melodiosa, y nunca fue alzada en tonos agudos o forzados cuando hablaba a la gente. No hablaba tan rápido que sus palabras se amontonaran una sobre otra de tal manera que se dificultara el poderlo entender. Pronunciaba claramente cada palabra, y quienes escuchaban su voz daban testimonio de que “jamás un hombre habló como éste”.—The Review and Herald, 5 de marzo de 1895.MPa 229.3

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