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Testimonios Selectos Tomo 1

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    Capítulo 6—Mi primera visión

    Poco después de pasada la fecha de 1844, tuve mi primera visión. Estaba de visita en casa de la Sra. de Haines, en Portland, una querida hermana en Cristo, cuyo corazón estaba ligado al mío. Nos hallábamos allí cinco hermanas adventistas silenciosamente arrodilladas ante el altar de la familia. Mientras orábamos, el poder de Dios descendió sobre mí como nunca hasta entonces.1TS 56.1

    Me pareció que quedaba rodeada de luz y que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la tierra, por si veía al pueblo adventista, pero no lo hallé en parte alguna, y entonces una voz me dijo: “Vuelve a mirar un poco más arriba.” Alcé los ojos, y vi un recto y angosto sendero trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por este sendero, en dirección a la ciudad que en su último extremo se veía. En el comienzo del sendero, detrás de los que andaban, había puesta una brillante luz, que según me dijo un ángel era el “clamor de media noche.” *Véase Mateo 25:6. Esta luz brillaba a todo lo largo del sendero, y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran.1TS 56.2

    Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él, iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que contaban con haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y exclamaban: “¡Aleluya!” Otros negaron temerariamente la luz que tras ellos brillaba, diciendo que no era Dios quien hasta ahí los guiara. Pero entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el sombrío y perverso mundo.1TS 56.3

    Pronto oímos la voz de Dios, semejante a ruido de muchas aguas, que nos anunció el día y la hora de la venida de Jesús. Los 144.000 santos vivientes reconocieron y entendieron la voz; pero los malvados se figuraron que era estruendo de truenos y de un terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.1TS 57.1

    Los 144.000 estaban todos sellades y perfectamente unidos. En su frente llevaban escritas estas palabras: “Dios, Nueva Jerusalén,” y además una brillante estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los malvados se enfurecieron al vernos en aquel santo y feliz estado, y querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendimos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos en el suelo. Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado, a nosotros que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludarnos fraternalmente con santo ósculo, y ellos adoraron a nuestras plantas.1TS 57.2

    Luego se volvieron nuestros ojos hacia oriente, por donde había aparecido una negra nubecilla, del tamaño de la mitad de la mano de un hombre, y que era, según todos comprendíamos, la señal del Hijo del hombre. En solemne silencio contemplábamos cómo iba acercándose la nubecilla, volviéndose de más en más brillante y esplendorosa hasta que se convirtió en una gran nube blanca con el fondo semejante a fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ellas aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno. En la nube estaba sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies parecían de fuego; en la diestra tenía una hoz aguda y en la siniestra llevaba una trompeta de plata. Como llama de fuego eran sus ojos, que escudriñaban a fondo a sus hijos. Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron negros los de aquellos a quienes Dios había rechazado. Todos nosotros exclamamos: “¿Quién podrá permanecer? ¿Está mi vestidura sin manchas?” Después cesaron de cantar los ángeles, y durante un rato, quedó todo en pavoroso silencio, cuando Jesús dijo: “Quienes tengan manos limpias y puro el corazón podrán permanecer. Bastaos mi gracia.” Al escuchar estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y el gozo llenó todos los corazones. Los ángeles volvieron a cantar en más alto tono, mientras que la nube se acercaba a la tierra.1TS 57.3

    Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, mientras que él iba descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró los sepulcros de los santos dormidos. Después alzó los ojos y manos hacia el cielo, y exclamó: “¡Despertad! ¡Despertad! ¡Despertad! los que dormís en el polvo y levantaos.” Entonces hubo un formidable terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos revestidos de inmortalidad. “¡Aleluya!” exclamaron los 144.000, al reconocer a los amigos que de su lado había arrebatado la muerte, y en el mismo instante fuimos nosotros transformados y nos reunimos con ellos para encontrar al Señor en el aire.1TS 58.1

    Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascendiendo al mar de vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó por su propia mano. Nos dió también arpas de oro y palmas de victoria. En el mar de vidrio, los 144.000 formaban un cuadro perfecto. Algunos tenían muy brillantes coronas y otros no tanto. Algunas estaban cuajadas de estrellas, mientras que otras tenían muy pocas; y sin embargo, todos estaban perfectamente satisfechos con su corona. Iban vestidos con un resplandeciente manto blanco desde los hombros hasta los pies. Los ángeles nos rodeaban en nuestro camino por el mar de vidrio hacia la puerta de la ciudad. Jesús levantó su potente y glorioso brazo, y, posándolo en la perlina puerta, la hizo girar sobre sus relucientes goznes, y nos dijo: “En mi sangre lavasteis vuestras ropas y estuvisteis firmes en mi verdad. Entrad.” Todos entramos, con el sentimiento de que teníamos un perfecto derecho en la ciudad.1TS 58.2

    Allí vimos el árbol de vida y el trono de Dios, del que fluía un río de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de vida. En una margen había un tronco del árbol y otro en la otra margen, ambos de oro puro y transparente. De pronto me figuré que había dos árboles; pero al mirar más atentamente vi que los dos troncos se unían en su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante a oro mezclado con plata.1TS 59.1

    Todos fuimos bajo el árbol, y nos sentamos para contemplar la gloria de aquel paraje cuando los Hnos. Fitch y Stockman, que habían predicado el evangelio del reino y a quienes Dios había puesto en el sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y nos preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían. Quisimos referirles las pruebas por las que habíamos pasado; pero resultaban tan insignificantes frente a la incomparable y eterna gloria que nos rodeaba, que nada pudimos decirles y todos exclamamos: “¡Aleluya! Muy poco nos ha costado el cielo.” Pulsamos entonces nuestras áureas arpas cuyos ecos resonaron en las bóvedas del cielo.1TS 60.1

    Al salir de esta visión, todo me parecía cambiado y una melancólica sombra se extendía sobre cuanto contemplaba. ¡Oh, cuán tenebroso se me aparecía el mundo! Lloré al encontrarme aquí y experimenté nostalgia. Había visto un mundo mejor que empequeñecía este otro para mí.1TS 60.2

    Relaté esta visión a los fieles de Portland, quienes creyeron plenamente que provenía de Dios, y que, después de la gran desilusión de octubre, el Señor había elegido este medio para consolar y fortalecer a su pueblo. El Espíritu del Señor acompañaba al testimonio, y nos sobrecogía la solemnidad de la eternidad. Me embargaba una reverencia indecible, porque yo, tan joven y débil, fuese elegida como instrumento por el cual Dios quería dar luz a su pueblo. Mientras que estaba bajo el poder de Dios, rebosaba mi corazón de gozo, y me parecía estar rodeada por ángeles santos en los gloriosos atrios celestiales, donde todo es paz y alegría; y me era un triste y amargo cambio el volver a las realidades de esta vida mortal.1TS 60.3

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