Aquí tenemos un espejo en el cual debemos mirarnos para buscar y descubrir todo defecto de carácter. Pero supongamos que usted se mira en este espejo y ve muchos defectos en su carácter, y después se marcha y dice: «Yo soy justo». ¿Será usted justo? En su propia opinión será justo y santo, pero ¿cómo será su caso ante el tribunal de Dios? El Señor nos ha dado una norma y debemos cumplir con sus condiciones. Si nos atrevemos a proceder de otra manera, a hollarla bajo nuestros pies y luego presentarnos delante de él y decir: «Somos santos, somos santos”, estaremos perdidos en el gran día del ajuste de cuentas. SE1 24.4
¿Qué sucedería si saliéramos a la calle, ensuciáramos nuestra ropa con lodo, y después volviéramos a casa, y contemplando nuestra vestimenta sucia frente al espejo, le dijéramos: «Límpiame de mi suciedad”? ¿Acaso nos limpiaría de nuestra inmundicia? Esta no es la función del espejo. Lo único que puede hacer es mostrarnos que nuestra ropa está manchada, pero él no puede quitarnos las manchas. SE1 25.1
Lo mismo sucede con la ley de Dios. Ella nos revela nuestros defectos de carácter; nos condena como pecadores, pero no puede perdonar al transgresor. No puede salvarnos de nuestros pecados. Sin embargo, Juan afirma que Dios ha hecho provisión: «Si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2: 1). Por lo tanto, si acudimos a él y descubrimos el carácter de Jesús, la justicia de su carácter salva al transgresor si hemos hecho todo lo que podíamos. SE1 25.2
Por otro lado, a la vez que salva al transgresor no invalida la ley de Dios, sino que la exalta. Exalta la ley porque ella es el detector del pecado; pero es la sangre purificadora de Cristo la que quita nuestros pecados cuando acudimos a él con el alma contrita en busca de su perdón. Jesús nos imparte su justicia y asume la culpa sobre sí mismo. SE1 25.3