Lo que necesitamos es poseer el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús, nuestro Señor. Y cuando tengamos ese sentir, podremos decir junto con el apóstol que no hemos de mirar a las cosas que se ven, sino que debemos apartar la vista de ellas, puesto que son temporales; pero las que no se ven son eternas. Por tanto, hemos de mantener nuestras mentes fijas en los asuntos celestiales, en el eterno peso de gloria. En ello debemos pensar y hablar. SE1 75.2
Si como seres racionales tan solo meditáramos que delante de nosotros hay un cielo que obtener y un infierno que rehuir; si mantuviéramos eso en mente, ¿creen ustedes que permitiríamos que los afanes terrenales debiliten todo nuestro fervor religioso? No tendremos que preocuparnos por estas cosas por mucho tiempo. Pasamos por este mundo como peregrinos y extranjeros. Dentro de poco depondremos nuestra armadura a los pies de nuestro Redentor. Debemos prepararnos para dicho acontecimiento. Necesitamos que nuestras acciones, nuestras palabras y nuestros pensamientos estén en lo correcto, porque todos nosotros ejercemos una influencia para bien o para mal. SE1 75.3
Aquí está mi familia que será santificada por mi correcto testimonio. Si he hablado palabras profanas, si he tenido labios engañosos, si he sido iracunda y ruda, entonces desmiento la verdad que afirmo creer. Por tanto, no estaré entre quienes actúan así. Tendré mi boca limpia y mi lengua santificada. Tendré mi corazón santificado, no aceptaré un rumor contra mi hermano, porque la Palabra de Dios dice que el que admite reproche alguno contra su prójimo no morará en el monte del Señor (ver Salmo 15: 3). Por lo tanto, tengo que tener manos limpias y un corazón puro, porque quienes lo tengan son los que estarán en el monte del Señor. Quiero formar parte de ese grupo que estará en el monte del Señor. No hace ninguna diferencia en mi carácter si alguien piensa mal o bien de mí. No me afecta, pero les afectará a ellos. ¡Qué Dios nos ayude para que podamos ir a ese lugar donde podremos apreciar estas cosas! SE1 75.4
Deseamos establecer el altar familiar y llevar a nuestros hijos allí, a la presencia de Dios, con oración fervorosa, así como el pastor lo hace con su congregación cuando está al frente de ella. Cada padre debe recordar que ha sido colocado como cabeza de la familia para que ofrezca un sacrificio de gratitud y de alabanza a Dios, y que presente esos hijos a Dios y procure que su bendición descanse sobre ellos. El padre no debe descansar hasta que sepa que ellos son aceptados por Dios, hasta que sepa que son hijos que pertenecen al Altísimo. Aquí hay una tarea para la madre. ¡Qué responsabilidad descansa sobre ella! ¿Acaso consideramos y nos damos cuenta que la mayor influencia para recomendar el cristianismo a nuestro mundo es una familia cristiana bien ordenada y disciplinada? El mundo ve que ellos creen en la Palabra de Dios. SE1 76.1