Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. Mateo 3:17. ELC 41.1
Después que Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán, salió del agua e inclinándose en la orilla del río oró con fervor a su Padre celestial pidiendo fuerza para soportar el conflicto que estaba por emprender con el príncipe de las tinieblas. El cielo se abrió a su oración, y la luz de la gloria de Dios, más brillante que el sol al mediodía, vino del trono del Eterno, y tomando la forma de una paloma con la apariencia del oro bruñido, circundó al Hijo de Dios, mientras se oía la clara voz ... que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. ELC 41.2
Allí estaba la seguridad para el Hijo de Dios de que su Padre había aceptado a la raza caída en la persona de su representante y de que les concedía una segunda oportunidad. Se reanudaba la comunicación entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre, que se había quebrantado con la caída de Adán. El que no conoció pecado, llegó a ser pecado ... para que su justicia pudiese ser imputada al hombre. Mediante la perfección del carácter de Cristo, el hombre fue elevado en la escala del valor moral con Dios; y mediante los méritos de Cristo, el hombre finito fue unido con el Infinito. Así fue como el Redentor del mundo tendió el puente a través del abismo que había creado el pecado. ELC 41.3
Pero pocos tienen un verdadero sentido de los grandes privilegios que Cristo ganó para el hombre abriéndole así el cielo. Entonces el Hijo de Dios fue el representante de nuestra raza; y el poder especial y la gloria que le concedió la Majestad del cielo y sus palabras de aprobación, son la garantía más segura de su amor y buena voluntad hacia el hombre. Como la intercesión de Cristo en nuestro favor fue oída, el hombre tuvo la evidencia de que Dios aceptará nuestras oraciones hechas a nuestro favor mediante el nombre de Jesús.—The Sufferings of Christ, 7-10. ELC 41.4