Aquellos que aman a Dios no pueden abrigar odio o envidia. Mientras que el principio celestial del amor eterno llena el corazón, fluirá a los demás [...]. Este amor no se limita a incluir solamente “a mí y a los míos”, sino que es tan amplio como el mundo y tan alto como el cielo, y está en armonía con el de los activos ángeles. Este amor, albergado en el alma, suaviza la vida entera, y hace sentir su influencia en todo su alrededor. Al poseerlo, no podemos sino ser felices, sea que la fortuna nos favorezca o nos sea contraria. 1MCP 215.1
Si amamos a Dios con todo nuestro corazón, hemos de amar también a sus hijos. Este amor es el Espíritu de Dios. Es el adorno celestial que da verdadera nobleza y dignidad al alma y asemeja nuestra vida a la del Maestro. Cualesquiera que sean las buenas cualidades que tengamos, por honorables y refinados que nos consideremos, si el alma no está bautizada con la gracia celestial del amor a Dios y a nuestros semejantes, nos falta verdadera bondad, y no estamos listos para el cielo, donde todo es amor y unidad.—Testimonies for the Church 4:223, 224 (1876); Testimonios Selectos 3:265, 266. 1MCP 215.2