La encarnación de Cristo fue un acto de abnegación; su vida representó una continua negación de sí mismo. La gloria más elevada del amor de Dios por el hombre se manifestó en el sacrificio de su Hijo unigénito, que era la imagen misma de su sustancia. Este es el gran misterio de la piedad. Es privilegio y deber de cada cristiano profeso tener la mente de Cristo. No podemos ser discípulos suyos sin manifestar abnegación y sin llevar la cruz. 2MS 211.2
Cuando se adoptó la resolución de pagar sueldos más elevados a los obreros de las oficinas de la Review and Herald, el enemigo estaba teniendo éxito en su plan de perturbar los propósitos de Dios y de conducir a las almas por senderos falsos. El espíritu egoísta y codicioso aceptó los sueldos más elevados. Si los obreros hubiesen practicado los principios establecidos en las lecciones de Cristo, no podrían concienzudamente haber recibido tales remuneraciones. ¿Y cuál fue el efecto de estos sueldos mayores? Aumentaron mucho los gastos de mantenimiento de la familia. Hubo un alejamiento de las instrucciones y los ejemplos dados en la vida de Cristo. Se estimuló el orgullo y se lo satisfizo; y se ha invertido dinero para ostentar y para gratificar inútilmente los propios deseos. El amor al mundo se posesionó del corazón y la ambición impía gobernó el templo del alma. Los sueldos más elevados se convirtieron en una maldición. No se siguió el ejemplo de Cristo sino el del mundo. 2MS 211.3
El amor a Cristo no conducirá a la gratificación de los propios deseos, ni a gasto innecesario alguno para complacerse ni satisfacerse a sí mismo ni para estimular el orgullo en el corazón humano. El amor a Jesús en el corazón siempre conduce al alma a ser humilde y a conformarse enteramente a la voluntad de Dios.—Carta 21, 1894. 2MS 212.1
Cuando el pecado ataca el ser interior, asalta la parte más noble del hombre. Provoca una confusión terrible y realiza estragos en las facultades y las capacidades concedidas por Dios. En tanto que la enfermedad física postra el cuerpo, la enfermedad del egoísmo y la codicia marchita el alma.—Carta 26, 1897. 2MS 212.2