Son los presuntos pecados pequeños los que nos excluirán del cielo. No podemos llevar con nosotros una parte de nuestra naturaleza pecaminosa, esa sensibilidad que siempre está lista para ser herida y gritar. Nuestra negativa a permitir que el yo muera, y a que nuestra vida se oculte con Cristo en Dios, nos dejará en la incredulidad y transgresión de la ley. El evangelio no ha abolido la ley ni ha reducido un ápice de sus demandas. Aún exige santidad en todo aspecto. No hay tal cosa como invalidar la ley por la fe en Cristo. La ley es el eco de la propia voz de Dios que invita a cada alma: «Asciende un poco más alto; sé santo, siempre más santo». SE1 260.5
Si avanzamos hacia «la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús», tenemos que mostrar que hemos sido vaciados de toda suficiencia propia y llenados del aceite áureo que, a través de los dos candelabros de oro, nos ha sido impartido por medio de los dos ungidos que están delante del Señor de toda la tierra. Dios nos suple mediante su gracia y providencia. Desde la eternidad nos ha elegido para que seamos sus hijos obedientes. Entregó a su Hijo para que muriera por nosotros, para que pudiéramos ser santificados por la obediencia a la verdad, limpiados de toda indignidad y vulgaridad del yo. Como pueblo, estamos muy atrasados. Se necesita un esfuerzo personal, una entrega individual del yo. Hemos de ser controlados por el Espíritu Santo. «Vosotros sois la luz del mundo [...]. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat 5: 14, 16). Dios únicamente puede ser honrado cuando nosotros, los que profesamos creer en él, hemos sido modelados a su imagen. Hemos de manifestar al mundo la belleza de la santidad. Nunca entraremos por las puertas de la ciudad de Dios hasta que perfeccionemos un carácter semejante al de Cristo. Si, confiando en Dios, nos esforzamos por alcanzar la santidad, la recibiremos. Entonces, como testigos de Cristo, tenemos que dar a conocer lo que la gracia de Dios ha obrado en nosotros. SE1 261.1