En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. 1 Juan 4:10, 11. RJ 308.1
El amor confiado y la abnegada devoción manifestados en la vida y el carácter de Juan, contienen lecciones de valor incalculable para la iglesia cristiana. Juan no poseía por naturaleza el carácter bondadoso que reveló más adelante. Tenía naturalmente defectos graves. No sólo era orgulloso, pretencioso y ambicioso de honor, sino impetuoso y se resentía frente a la injuria. El y su hermano recibieron el nombre de “hijos del trueno”. La iracundia, el deseo de venganza y el espíritu de crítica se encontraban en el discípulo amado. Pero debajo de todo ello el Maestro divino descubrió un corazón ardiente, sincero y amante. Jesús reprendió su egoísmo, frustró sus ambiciones, probó su fe. Pero le reveló lo que anhelaba su alma: la hermosura de la santidad, el poder transformador del amor... RJ 308.2
Las lecciones de Cristo, al destacar la mansedumbre, la humildad y el amor como esenciales para crecer en gracia e idoneidad para su obra, fueron del más alto valor para Juan. Atesoró cada lección y procuró poner constantemente su vida en armonía con el ejemplo divino... Las lecciones de su Maestro se grabaron en su alma. Cuando daba testimonio de la gracia del Salvador, su sencillo lenguaje adquiría elocuencia gracias al amor que invadía todo su ser. RJ 308.3
A causa de su profundo amor por Cristo, Juan deseaba estar siempre cerca de El. El Salvador amaba a los doce, pero el espíritu de Juan era el más receptivo. Era más joven que los demás y, con una confianza más semejante a la de un niño, abrió su corazón a Jesús. De ese modo, llegó a simpatizar más con Cristo, y por medio de él la gente recibió las más profundas lecciones espirituales del Salvador. RJ 308.4
Jesús ama a los que representan al Padre, y Juan pudo hablar del amor del Padre como ninguno de los discípulos. Reveló a sus semejantes lo que sentía en su propia alma, manifestando en su carácter los atributos de Dios. La gloria del Señor se reflejaba en su semblante. La belleza de la santidad que lo había transformado, resplandecía en su rostro con fulgor semejante al de Cristo. Al adorarlo y amarlo contempló al Salvador hasta que la semejanza a Cristo y la comunión con El llegaron a ser su único deseo, y en su carácter se reflejó el carácter de su Maestro.—Los Hechos de los Apóstoles, 445-450. RJ 308.5