Ilustraciones vigorosas
El amor divino ha sido conmovido hasta sus profundidades insondables por causa de los hombres, y los ángeles se maravillan al contemplar una gratitud meramente superficial en los objetos de un amor tan grande. Los ángeles se maravillan al ver el aprecio superficial que tienen los hombres por el amor de Dios. El cielo se indigna al ver la negligencia manifestada en cuanto a las almas de los hombres. ¿Queremos saber cómo lo considera Cristo? ¿Cuáles serían los sentimientos de un padre y una madre si supiesen que su hijo, perdido en el frío y la nieve, había sido pasado de lado y que lo dejaron perecer aquellos que podían haberlo salvado? ¿No estarían terriblemente agraviados, indignadísimos? ¿No denunciarían a aquellos homicidas con una ira tan ardiente como sus lágrimas, tan intensa como su amor? Los sufrimientos de cada hombre son los sufrimientos del Hijo de Dios, y los que no extienden una mano auxi iadora a sus semejantes que perecen, provocan su justa ira.—El Deseado de Todas las Gentes, 753.SC 116.3
He leído acerca de un hombre que, viajando en un día invernal por sobre una capa de nieve profunda que se había acumulado, llegó a entumecerse por el frío, el cual estaba quitándole casi imperceptiblemente sus facultades vitales. Cuando estaba a punto de perecer congelado, y dispuesto a abandonar la lucha por la vida, escuchó los lamentos de un hermano que también viajaba, que se estaba muriendo de frío, tal como le acontecía a él. Se despertó en él el deseo de rescatarlo. Comenzó a frotar los helados miembros de aquel hombre infortunado, y, después de considerable esfuerzo, consiguió que se mantuviera en pie; pero como no podía permanecer de pie, lo tuvo con simpatía en sus brazos al recorrer el camino que él pensó que no lograría hacer solo. Y cuando hubo conducido a su hermano viajero hasta un lugar de seguridad, se le hizo clara la verdad de que al salvar a su semejante se había salvado también a sí mismo. Sus fervientes esfuerzos por salvar a otra persona aceleraron el ritmo de la sangre que estaba congelándose en sus propias venas, y crearon un calor saludable en las extremidades del cuerpo. Estas lecciones deben ser inculcadas con fuerza en los creyentes jóvenes continuamente, no sólo por precepto, sino también por ejemplo, para que en su experiencia cristiana puedan alcanzar resultados similares.—Testimonies for the Church 4:319, 320.SC 117.1
No debéis encerraros en vosotros mismos, y contentaros con haber sido bendecidos con el conocimiento de la verdad. ¿Quién os trajo la verdad a vosotros? ¿Quién os mostró la luz de la Palabra de Dios? Dios no os ha encomendado su luz para que la coloquéis bajo un almud. He leído acerca de una expedición enviada para rescatar a Sir John Franklin. Hombres valientes dejaron sus hogares, y fueron de aquí para allá en los mares del norte, sufriendo privaciones, hambre, frío y angustias. ¿Y todo esto con qué propósito? Meramente para conquistar el honor de haber descubierto los cadáveres de los exploradores, o, si fuera posible, para rescatar a una parte del grupo de una muerte terrible que con toda seguridad iba a ser su suerte, a menos que la ayuda les alcanzara a tiempo. Si podían salvar aunque fuera a un hombre de perecer, considerarían bien pagados sus sufrimientos. Esto se hizo a costa del sacrificio de toda su comodidad y felicidad. Pensad en esto, y considerad cuán poco estamos dispuestos a sacrificar por la salvación de las preciosas almas que nos rodean. No se exige de nosotros que salgamos de nuestro hogar en un viaje largo y tedioso, para salvar la vida de un mortal que perece. A nuestras propias puertas, por doquiera, en todo nuestro derredor, hay almas que salvar, almas que perecen—hombres y mujeres que mueren sin esperanza, sin Dios—, y sin embargo no sentimos preocupación, y virtualmente decimos por nuestras acciones, si no con palabras: “¿Soy yo guarda de mi hermano?” Estos hombres que perdieron su vida para tratar de salvar la de otros son elogiados por el mundo como héroes y mártires. ¿Cómo deberíamos sentirnos nosotros que tenemos la perspectiva de la vida eterna delante de nosotros, si no hiciéramos los pequeños sacrificios que Dios nos exige por la salvación de las almas de los hombres?—The Review and Herald, 14 de agosto de 1888.SC 118.1
En cierto pueblo de la Nueva Inglaterra se estaba cavando un pozo. Cuando el trabajo estaba casi terminado, la tierra se desmoronó y sepultó a un hombre que quedaba todavía en el fondo. Inmediatamente cundió la alarma, y mecánicos, agricultores, comerciantes, abogados, todos acudieron jadeantes a rescatarlo. Manos voluntarias y ávidas por ayudar trajeron sogas, escaleras, azadas y palas. “¡Salvadlo, oh, salvadlo!” era el clamor general.SC 119.1
Los hombres trabajaron con energía desesperada, hasta que sus frentes estuvieron bañadas en sudor y sus brazos temblaban por el esfuerzo. Al fin se pudo hacer penetrar un caño, por el cual gritaron al hombre que contestara si vivía todavía. Llegó la respuesta. “Vivo, pero apresuraos. Es algo terrible estar aquí.” Con un clamor de alegría renovaron sus esfuerzos, y por fin llegaron hasta él. La algazara que se elevó entonces parecía llegar hasta los mismos cielos. “¡Salvado! ¡Salvado!” era el clamor que repercutía por toda la calle del pueblo.SC 119.2
¿Era demostrar demasiado celo e interés, demasiado entusiasmo, para salvar a un hombre? Por supuesto que no; pero, ¿qué es la pérdida de la vida temporal en comparación con la pérdida de un alma? Si el peligro de que se pierda una vida despierta en los corazones humanos tan intenso sentimiento, ¿no debiera la pérdida de un alma despertar una solicitud aún más profunda en los hombres que aseveran percatarse del peligro que corren los que están separados de Cristo? ¿No mostrarán los siervos de Dios en cuanto a trabajar por la salvación de las almas un celo tan grande como el que se manifestó por la vida de aquel hombre sepultado en un pozo?—Obreros Evangélicos, 31, 32.SC 119.3