Capítulo 20—Providencias alentadoras
Nuevamente se me exigió la abnegación personal en bien de las almas. Hubimos de sacrificar la compañía de nuestro pequeñuelo Enrique, y salir a entregarnos incondicionalmente a la obra. Mi salud estaba quebrantada, y de llevarme al niño, hubiera tenido que emplear en su cuidado mucha parte de mi tiempo. Ello era una prueba muy dura, pero no me atreví a que mi hijo fuera una dificultad en el camino del deber. Yo creía que el Señor nos lo había conservado cuando estuvo muy enfermo y que, si yo consentía en que me impidiese cumplir con mi deber, Dios me lo quitaría. Sola ante el Señor, con el corazón contristado, y deshecha en lágrimas, hice el sacrificio, y entregué al cuidado ajeno a mi único hijo.1TS 119.1
Dejamos a Enrique con la familia del Hno. Howland, en quien teníamos absoluta confianza. Gustosos aceptaron la carga a fin de que nosotros quedáramos en la mayor libertad posible para trabajar por la causa de Dios. Comprendíamos que la familia Howland podría cuidar de Enrique mucho mejor que si nosotros nos lo llevásemos en nuestros viajes. Sabíamos que le sería beneficioso permanecer en un hogar honrado y sujeto a firme disciplina, para que no sufriese menoscabo su apacible temperamento.1TS 119.2
Me fué penoso separarme de mi hijo. Día y noche se me representaba la tristeza de su carita cuando le dejé; pero con la fortaleza del Señor logré apartar aquel recuerdo de mi mente y procuré beneficiar al prójimo.1TS 119.3
Durante cinco años estuvo Enrique al entero cuidado de la familia del Hno. Howland. Cuidaron de él sin recompensa alguna, proveyéndole también de ropas, excepto las que yo le regalaba una vez al año, como Ana hizo con Samuel.1TS 119.4